julio 27, 2011

La nueva fábula de la Cigarra y la Hormiga

Cuando éramos niños constantemente escuchábamos fábulas relatadas por nuestros padres o maestros para darnos alguna enseñanza o moraleja. Una de las tantas era "La fábula de la Cigarra y la Hormiga", la historia de una hormiga trabajadora y una cigarra despreocupada, difundida por el autor fránces La Fontaine.

En el siguiente relato, lleno de fantasía e imaginación, el autor José María Pemán, cuenta esa historia a unos niños cuando un mirlo, ave de hermoso canto, lo interrumpe cambiando la moraleja y dando una nueva lección.

Empecé, pues, en tono sentencioso:

-Hijos míos, habéis de saber que hubo una vez una cigarra que se pasó todo el verano canta que canta. En cambio, cerca de ella, una hormiguita trabajadora iba y venía, acarreando provisiones para su hormiguero. Llevaba granos de trigo, de alpiste y de maíz, y los iba depositando en sus trojes subterráneos… Pero en esto pasó el verano y comenzó el invierno, crudo y desapacible. El agua y la escarcha cubrieron los campos. La cigarra entonces, no encontrando qué comer, se acercó al hormiguero. "Señorita hormiga –dijo- ¿podría hacerme la caridad de un granito de trigo para matar el hambre?" Pero la hormiguita salió al borde de su agujero y le dijo con gesto agrio: "Señorita cigarra: si yo tengo mis graneros repletos es porque pasé el verano afanándome y trajinando. ¿Qué hacía usted mientras tanto?" La cigarra contestó: "Yo, cantar y cantar…" Entonces la hormiguita terminó, volviéndole la espalda: "Pues bien, señorita cigarra, ahora… ¡baile usted!".

En seguida ahuequé la voz e inicié la moraleja:

-Hijos míos, he aquí dos conductas opuestas: la de la cigarra y la de la hormiga. ¿A cuál debéis imitar?

Iba a proseguir, pero me interrumpió una risita burlona que escuché encima de mí. Alcé los ojos y vi que el que se reía era un mirlo, que estaba posado en una rama de olivo. Acostumbrado a las fábulas, no me extrañó que el mirlo hablara. El mirlo me dijo con cortesía:

-Perdóneme que le haya interrumpido. Comprendí que iba a usted a proponer a esos pobres niños que imitasen a la hormiga, y he querido evitar que cometa usted la crueldad de envenenar y endurecer tan pronto esas almas infantiles.

Protesté indignado:

-Señor mirlo, no olvide que la fábula que he referido está admitida en la enseñanza oficial de todos los países. Su autor, el señor de La Fontaine, está considerado como un clásico, y creo que merece de vosotros, los animales, un poco más de respeto, aunque sólo sea en atención a las muchas cosas filosóficas que os hizo decir.

El mirlo sonrió:

-Las fábulas morales –manifestó- son a menudo propagadoras de una moral chiquita y casera. Y es que muchas veces los hombres llamáis “moral” a la sanción de las inmoralidades corrientes y cotidianas. Es una moral defensiva de vuestra vida rutinaria y útil. Por eso en vuestras fábulas presentáis a los niños tan lindos modelos morales: una rana triste e impotente, que revienta por querer alcanzar el volumen de un buey; un león que abusa victoriosamente de su fuerza; un zorro que triunfa con su astucia; un cuervo que, por la adulación, consigue liberarse de un águila… Todo un código de la dureza, la utilidad y la maña. Sólo así se concibe que llevéis varias generaciones presentando como ejemplar la conducta de esa hormiga agria y mal educada que, a la puerta de sus graneros atestados, le niega un granito de trigo a la pobrecita cigarra cantadora…

-Sin embargo –repetí algo desconcertado- se trata de una fábula clásica.

-¡Oh, sí! ¡La humanidad es muy lista! Nosotros, los mirlos, que la vemos desde arriba, la conocemos bien… La humanidad necesita más de las hormigas que de las cigarras para abarrotar sus graneros, como para vivir tranquila necesita que revienten las ranas, que quieren imitar al buey. Por eso, cuando un día el señor de La Fontaine, con sus manos perfumadas de agua de olor, escribió esta apología de la hormiguita despiadada y los graneros cerrados y rellenos, la humanidad se enterneció, batió palmas y la puso de texto en las escuelas. Sus frutos son hermosísimos. Los hombres se afanan, se atropellan, se pelean por llevar granitos a sus agujeros. Y si alguna cigarra soñadora se descuida en su acarreo… ¡Qué baile! Esa es la vida. Hay quien, ante ella, pronuncia palabras severas: frialdad, dureza, injusticia… Pero no, es sencillamente la continuación de la elegante fábula moral de la cigarra y la hormiga que nos enseñan de niños.

-Entonces, usted cree…

-Creo simplemente que el señor de La Fontaine no contó más que la mitad de la fábula. Entusiasmado con la grosera respuesta de la hormiga, no contó el desenlace. ¿Sabe usted lo que pasó luego? Pues luego, poco a poco, al encontrarse sin comida, la cigarra se fue debilitando. Todavía la infeliz, soñadora empedernida, cantaba con el roce de sus élitros verdes al pie de las matas. Pero su canto era cada vez más débil, más triste, más suave. Al fin, una noche dejó de cantar. A la mañana siguiente el sol arrancó reflejos metálicos del cuerpo verde de la cigarra tendido sobre la tierra… ¿Y la hormiga? ¡Ah! La hormiga estaba allá abajo, en su agujero templado y bien provisto, comiendo su trigo, su alpiste y su maíz. Hasta su agujero llegaba desde fuera el canto de la cigarra. Pero, como he dicho, éste fue debilitándose hasta enmudecer. Entonces la hormiga sintió un vago desasosiego, un vacío extraño. Hasta entonces no comprendió que se le había hecho necesario para la vida aquel dulce rumor de la cigarra cantora. Lo echaba de menos. Andaba triste de un lado para otro; perdió el apetito, junto a sus graneros atestados; encontró su agujero frío y húmedo. Comprendió, poco a poco, lo que le ocurría: la infeliz se había vuelto neurasténica. ¡Cuánto hubiera dado entonces por poder resucitar con un granito de trigo a la cigarra! Pero era tarde ya; en un rincón triste y oscuro de su hormiguero, sumido en un silencio mortal desde que enmudeció la cigarra, la hormiguita fue languideciendo poco a poco hasta morir…

Hubo una pausa. Comprendí que el mirlo estaba impresionado. Yo también lo estaba. El mirlo terminó:

-Esto es todo lo que olvidó el señor La Fontaine. Se puede morir de hambre de trigo, pero también se puede morir de hambre de música. Esta es también una moraleja que puede enseñarse en las escuelas… Y ahora, adiós. Empieza la primavera. Ha de saber usted que soy casado. De un día a otro mi señora ha de poner huevos. Tengo que acarrear pajuelas y barro para el nido. Voy, pues, a mi trabajo… Pero voy cantando, ¡Siempre cantando!

Y cantando, efectivamente, se perdió en el cielo hondo y azul. Los zagalillos, que me habían visto ensimismado, pues no entendían el habla del mirlo, me recordaron mi interrumpida pregunta:

-Güeno, ¿en qué quedamos? ¿Hemos de imitar a la cigarra o a la hormiga?
 
-A ninguna de las dos –contesté-, sino a aquel mirlo que va allí cantando, a su tarea.


JOSÉ MARÍA PEMÁN

1 comentarios:

Alejandro Terenzani dijo...

Muy linda interpretación, original y bien narrada... Siempre hay otro punto de vista.